LOS GUERRILLEROS DE LEVANTE EN LA PROVINCIA DE TERUEL

CAPITULO 2

     

Autor: Mariano Esteban Pueyo

 ¡CIELOS, TERUEL!

 

En Monreal del Campo, cuna de joteros, el coche ha hecho un descanso junto al bar. Bajaron a lo largo del recorrido la mayoría de los viajeros en diversos pueblos, tan áridos y desiertos, pobres y sedientos, como antaño.

Una sensación de emoción me invade el cuerpo cuando desde los llanos de Caudé diviso la ciudad adormecida en el tiempo. Observo la pegatina de un coche con jóvenes que nos adelanta, ¡Cielos, Teruel!, que hago mía, porque realmente resulta sobrecogedor. Sus torres mudéjares, vigías de la enternecedora historia de los amantes Juan e Isabel, ejemplo de fidelidad a una promesa. El Turia sigue bañando con sus aguas, hoy más turbia, a la ciudad del amor.

Teruel, situado sobre una colina, se ofrece majestuoso, altisonante. Hoy los edificios están más desparramados, como si un seísmo con epicentro en la plaza del Torico hubiese lanzado en su onda expansiva las casas al Ensanche, la Fuenfresca, el Pinar y la Ciudad Escolar. Cerca de aquí, allá en lo alto, como vigilando la vida de la ciudad, se distingue bien la residencia eterna de los muertos, para unos el campo santo, para otros el cementerio.

¿Quiénes serán realmente los santos?. Según los curas, los mártires de la religión. Pero, ¿qué lugar ocuparán los miles de mártires que yacen en virtud de una ideología?

Acabo de pasar junto a un pequeño obelisco, cerca de la carretera, a unos 12 kilómetros de la capital. Allí se rinde un pequeño homenaje póstumo a varios millares de republicanos que fueron fusilados al comienzo de la Guerra Civil y arrojados a pozos, cubiertos con cal viva.

El recuerdo me produce angustia, repulsión... desearía pertenecer a otra galaxia y renegar de la tierra, del rencor, de la envidia, y casi del género humano.

Muy cerca de aquí, parece que fue ayer cuando realizamos la proeza de asaltar, nada más y nada menos, que el tren pagador.